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KATY PARRA. Por Alberto Martínez Romero

Conocí a Katy en un mal llamado «Taller de escritura» donde nadie impartía clases. Allí había bandos. José, Bartolomé —que era cuñado de un primo de mi madre y también es el padre de Adelia, la mujer de mi vecino y gran amigo Andrés— y yo éramos los «outsiders». Por allí pasaban poetas, prosistas y amantes de la literatura. Había una pareja que era muy simpática. Él trabajaba como funcionario de prisiones. Su mujer, una chica menuda y muy divertida, tenía que aguantar a los niños en una escuela de Totana.

El primer día que fui al Taller, se habló de traer a personas problemáticas, para, supongo yo, reconducirlas y que volvieran al buen camino, y también recuerdo, que me sacaron perras.

La que más lejos ha llegado de aquella tropa fue la poeta Katy Parra. Tiene muchísimo talento y, lo que es más importante, un corazón grandísimo.

La ocasión que propició que todos los menos anormales de allí nos largáramos, fue asistir al disparate de unos locuelos del New Age, que nos hicieron formar un corro en el cual cada persona debía decir lo que creía que la otra estaba a su vez pensando. Los muy gilipollas… (Aunque, en cualquier caso, me siento en deuda con los que llevaban la voz cantante porque alquilaron un local a mi querido tío Andrés en el que vendían objetos esotéricos. Por supuesto, al cuarto mes se largaron. Pagando, eso sí. No compraba nadie). Tanto Bartolomé, Katy y sus correligionarios, José Alcón Husero y yo, pusimos pies de por medio.

Nos dio miedo otra vez, un poco antes, cuando un tío, al que llamaban «el hermano Andrés» vino con un chaval del que decía que había tenido experiencias extrasensoriales, entonces también nos pusimos a temblar. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Emplazarnos a matar al alcalde?

Las reuniones tenían lugar en el centro cultural de barrio de San Francisco que durante toda la vida se había llamado por la gente «Las casas baratas» hasta que se construyó por allí la urbanización «El Parral». Katy tenía una tienda de golosinas en ese barrio, pero como estaba en las afueras, no ganaba dinero. Cuando consiguió dos premios de 18.000 y 12.000 euros, creo que el único escritorzuelo de Totana que se alegró fui yo. Hasta me llamó a casa para decirme que había conseguido el segundo de los premios. Entonces, ¡Dios Santo!, cómo la envidiaron todos. Los poetastros de Totana decían de Katy: «Pero si no tiene cultura, pero si yo escribo mejor que ella, pero si sus poemas no valen nada». Hubo uno que cuando se enteró de que Katy había conseguido esos dos premios tan importantes, que le habían permitido publicar en las dos editoriales de poesía más prestigiosas de España —como eran Visor e Hiperión, hasta la irrupción de las grandes multinacionales del negocio editorial en la poesía, por el fenómeno de las redes sociales—, fue a ver a Katy a enseñarle un premio, que le distinguía como el mejor poeta de Murcia. En realidad, eso era una patraña. Antonio Marín Albalate, grandísimo poeta, grandísimo amigo y una persona de una generosidad infinita, me dijo que yo mismo lo podía haber ganado, y eso que por aquel entonces —como ahora— era un pésimo poeta (quizás ahora no tan malo… Bueno, como poeta del plagio soy uno de los mejores de Europa, tal vez del mundo). Y Marín Albalate me comentaba: «Empachos líricos, inmundicias deplorables», y el tío que le había restregado por envidia su premio de no sé cuántos centavos, como dice la ópera de aquel poeta y dramaturgo alemán, frente al premio internacional Miguel Hernández de Katy, se quedó tan pancho y se quitó el peso de la envidia de encima, el hombre. De todas formas, me cae bien ese chaval; tiene cara de pillo.

Antes de cerrar su pequeño negocio y todavía después de conseguir los 30.000 euros que, simplemente, le sirvieron para pagar las deudas contraídas con su hermano y otros «pudientes», su tenderete era un pequeño espacio de recogimiento para todos sus amigos. Por allí pasábamos a charlar tanto sus amigos literatos como sus amigos y amigas homosexuales. Con los escritores —o, mejor dicho, «escribidores», como rezaba el título de la célebre y gran novela de Mario Vargas Llosa— hablábamos de literatura; con los otros, de sus aflicciones sentimentales, supongo. Era curioso. A lo mejor, estaba alguien sentado y llegaba yo, y me cedía su silla: solo había dos sillas y una pequeña mesa en la diminuta estancia; llegaba otro y era yo el que se largaba, mientras, de tanto en tanto, algún crío acudía a comprar caramelos o alguna madre con sus hijos. Aquel lugar era una especie de confesionario laico. Como leí en un libro, que Manuel Vázquez Montalbán dijo de la madre de alguien: «Casi había que pedir audiencia» para hablar con Katy. Y no porque se lo tuviera creído, sino porque abundaba el personal. Al final cerró y se dedicó a impartir talleres de poesía online. Era una buena profesional. Los cobraba muy baratos. 10 euros la hora. Una miseria. Había otros que te sangraban —según me contó Katy— con 300 euros por corregir libros de poemas de 70 u 80 páginas. Vivía de eso y de una nimia pensión de supervivencia por haber cuidado a su madre y tener más de 50 años. Ella gana poco. Da recitales. Eso sí. También le pagan por ir a lecturas a institutos y universidades. Es una autora notablemente aplaudida. Algunos de sus poemas están traducidos al italiano, francés e inglés. Y no se le ha subido ese reconocimiento a la cabeza, porque no es popularidad en España la que tienen los poetas y hasta muchos novelistas: si el 99 por ciento de los españoles no saben quién diablos es T. S. Eliot, el poeta, Premio Nobel de Literatura, anglosajón, pues con los otros poetas, imagínense.

La última vez que hablé con ella, me dijo que había conocido a un chaval y se habían casado por el rito musulmán. Ahora estaba feliz con su amorcito negro. Ya no escribía; ahora sentía, como —según ella misma me dijo— escribió alguna vez Bécquer. Había alcanzado el destino, la morada, la posada. Yo continuaba viajando. Ya no necesitaba la literatura para nada. Si supieras lo que me alegró oírte hablar así, si tú lo supieras…

Alberto Martínez Romero

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